Después de haber huido los apóstoles, maniataron a Jesús y se dirigieron a la casa de Anás, suegro de Caifás. Después, en la casa de éste, ya reunidos los principales autoridades religiosas, allí le acusaron de amenazar con destruir el Templo. Pero no quedaba clara la acusación.
Caifás comprendió que lo mejor era que el reo hablara para ver si podía acusarle por sus propias palabras. Y en un tono aparentemente amable y conciliador le dijo: - ¿No respondes nada? ¿Qué es lo que estos atestiguan contra ti? Jesús contestó sencillamente: - Yo he hablado abiertamente ante todo el mundo. Siempre he enseñado en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos. Nada he dicho en secreto. ¿Por qué me preguntas? Interroga a los que han oído lo que les he hablado. Ellos saben lo que les he dicho (Jn 18, 20-21).
En su humildad, Jesús no pedía que se llamara a declarar a los mudos, paralíticos, ciegos y leprosos a los que había curado, sino a los que habían oído sus palabras. Era patente que Él había hablado en público, no en secreto, ¿qué era lo que atestiguaba la gente, esa gente que ellos despreciaban? Jesús apelaba al pueblo, al sentir común de la gente sencilla. ¿Alguien afirmaba que había enseñado algo malo? «Excusatio non petita, acusatio manifesta», no le tocaba a él defenderse si nadie le había acusado.
A pesar de que había respondido con buena lógica y sin altanería, un siervo cualquiera le dio una bofetada en pleno rostro adulando al pontífice, a la vez que reprochó: - ¿Así contestas al pontífice? Aquella acción era muy grave pues la Ley castigaba a quien golpeara en la cara a otro que estuviera maniatado. Caifás debía haber aplicado la Ley sin juicio previo pues el delito era flagrante. En un abrir y cerrar de ojos Jesús podía haber fulminado a su agresor arrojándole a la eternidad, pero no lo hizo. ¿Es que no le había herido en su amor propio? No, Jesús manifestaba que no era como los demás en este sentido.
Sin embargo, con su silencio Caifás aprobaba el procedimiento y hería al preso con la mano de su siervo. Ante este silencio Jesús dejó patente la injusticia y resistió al mal haciendo cara a una ofensa fingida. No es que no estuviera dispuesto a presentar la otra mejilla como había enseñado, pues no sólo la mejilla sino toda la cara y todo su cuerpo iba a mostrar para ser flagelado, pero allí había una grave injusticia que debía aclararse y por eso replicó con mansedumbre: - Si he hablado mal, pruébalo. Pero si bien, ¿por qué me hieres?
A la pregunta que le había hecho el sumo pontífice Jesús había contestado: Interroga a los que han oído lo que les he hablado. Ellos saben lo que les he dicho. Que hiciera una especie de encuesta entre la gente que le había conocido para averiguar quién era él y qué había enseñado. Con anterioridad Jesús había hecho esa pregunta a sus apóstoles: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos le dijeron: Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas (Mt 16,13), es decir, le equiparaban con algunos de los grandes personajes enviados por Dios.
¿Qué afirmaba la gente? Cuando resucitó al hijo de la viuda de Naím, el pueblo entero exclamó: Un gran profeta ha aparecido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo (Lc 7,16). Cinco días antes, el domingo en que le recibieron con ramos, al entrar en Jerusalén, se conmovió toda la ciudad y se preguntaban: ¿Quién es éste? (la pregunta que todos se hacían). La multitud decía: Este es Jesús el profeta de Nazaret de Galilea (Mt, 21, 10-11).
Los mismos sacerdotes y escribas habían escuchado a la gente, y, al ver los milagros que hacía, y a los niños que aclamaban en el Templo diciendo: Hosanna al Hijo de David (Mt, 21,15), se irritaron. Les molestaba que hiciera milagros y que le tuvieran por un hombre de Dios.
La gente sencilla y normal no estaba molesta con Jesús, al contrario: estaba admirada y agradecida con aquel hombre cuyas palabras infundían paz en el alma y parecía que disfrutara haciendo el bien a los demás. Y si aportaran testigos podrían tener muchos más datos en concreto: la samaritana o cualquiera de los habitantes de su pueblo podría confirmarles que era el Mesías, lo mismo que sus amigos Marta, María y Lázaro. Pero, claro, no interesaba escuchar a esos testigos.
Quienes le conocían sabían que había vivido sus años mozos en un pueblo llamado Nazaret, en casa de José y de María, y después había viajado por los caminos para predicar. Familiarizado con los nidos de los pájaros, las cuevas de los zorros y los lirios del campo, amaba la naturaleza y le gustaba pasear particularmente por los montes y junto a los lagos. Aunque le gustaba la soledad, no era un hombre solitario o raro.
Ellos mismos podían comprobar que Jesús no llamaba la atención por extravagancias, ni en su modo de vestir ni a la hora de relacionarse con los demás. Asistía a banquetes, aunque vivía la austeridad; ayunaba y se iba en soledad al desierto, y al mismo tiempo no rechazaba a nadie. Especialmente se acercaba a los enfermos y quería que los niños estuvieran cerca de Él. Los niños en su ingenua sabiduría podían afirmar que Jesús era bueno.
Participaba en los oficios religiosos en la sinagoga y pagaba los impuestos. No iba contra el sistema de los judíos ni contra el orden político establecido; ellos le preguntaron si era lícito pagar el tributo al César y Jesús les respondió que sí. Nadie podía tener una queja en este sentido. Un día, después de una multiplicación de los panes, la multitud entusiasmada quiso hacerle rey, pero Jesús lo evitó. No, no quería ser un líder social.
Las mujeres podían advertir el modo exquisito de tratarlas, con un respeto y una finura desconocidos tanto entre los judíos como entre los demás pueblos, pues no se les reconocía la misma dignidad del varón. Por eso los apóstoles se asombraron en cierta ocasión de que hablara a solas con una mujer, no sólo porque era samaritana, sino porque «dialogaba» razonando con ella.
Jesús no discriminaba a nadie, ni por ser mujer ni por ser de otro pueblo; y tampoco a los pecadores, como sucedió cuando le presentaron una mujer sorprendida en pecado (posiblemente engañada a tal efecto): la delicadeza con que trató a aquella pobrecita y el respeto por su dignidad no podía ser pasado por alto por ninguna mujer que hubiera tenido noticia del suceso.
Esta manera elegante y caritativa de actuar de Jesús enervaba a los doctores de la Ley, pues suponía un contraste para su mentalidad legalista y dura con las personas. En cierta ocasión un fariseo no creía que Jesús fuera un «profeta» porque dejaba que le tocara -e incluso le besara los pies- una mujer de mala reputación. Jesús, que sabía quién era esa mujer y lo que pensaba Simón, le dijo a la mujer que le quedaban perdonados sus pecados (Lc 7,50).
Y no sólo las mujeres, también los hombres podían darse cuenta de que trataba a cada uno con gran deferencia y respeto, valorando lo que cada persona valía. En sus disputas verbales con los fariseos nunca atacó dialécticamente ni dejó en mal lugar a nadie; podría haberse ensañado con alguna persona o haber sido vengativo, y no fue así. Jesús no era así. El mismo que con su palabra secó una higuera en un instante y afirmó poder mover una montaña con sólo decirlo (Mt 21, 19-22), no actuaba así con las personas.
Cualquiera podía advertir que estaba por encima de todos y de todo; su gran libertad de espíritu se manifestaba en no estar atado ni por el dinero, ni por el poder, ni por el placer; y actuaba con gran soltura, elegancia y sencillez. Rara vez se airaba, y llamaba la atención su serenidad firme y suave. Su gran corazón le conducía a apiadarse del mal ajeno y a tener una paciencia infinita. Hasta tal punto era así, que pudo decir: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón (Mt 11,29).
¿Cómo llamaban a Jesús las gentes? La multitud que le escuchaba con gusto le denominaba «Rabbí» porque estaban admirados de sus palabras. Era verdaderamente un rabbí, un Maestro. Por esto los fariseos le tenían envidia, por el motivo que confesó uno de ellos: todos van detrás de él (Jn 12,19).
Además hablaba con seguridad y sacaba su autoridad de dentro de sí mismo, pues no lo había leído en ningún libro. Hasta los guardias que enviaron los sanedritas para prenderle se quedaron pasmados al oírle, y ante la pregunta de sus jefes de por qué no le habían detenido, contestaron que jamás habló así hombre alguno (Jn 8,46). Esa afirmación indicaba que las palabras de Jesús eran muy distintas de las enseñanzas de las autoridades religiosas de Israel. Algunos decían que hablaba con autoridad y no como los fariseos (Mt 7,28), porque a quien escucha le resulta diferente la doctrina cuando se nota que el que la expone la vive.
Sus palabras dejaban paz en el alma, ese era el sentir general. Sólo para aquellos que tuvieran alguna oscuridad en el corazón, como le sucedió a Judas al pasar el tiempo, sus enseñanzas resultaban molestas.
Sin embargo otras personas que le habían seguido tal vez podrían afirmar que les desconcertaba, porque lo que decía era increíble según sus parámetros. Por ejemplo, cuando prometió la Eucaristía y les dijo que tenían que comer su carne y beber su sangre muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no le acompañaron (Jn 6,60). Algunos le tomaban por loco (Mc 2,21), otros se preguntaban sorprendidos: ¿Quién es éste, que hasta perdona los pecados? (Lc 7,49).
Desde un punto de vista racional no era fácil aclararse con aquella persona; sólo los humildes de corazón le seguían de manera continuada, aunque no le entendieran del todo, porque sabían que era bueno y decía la verdad, y se percataban de que veía más allá que ellos.
Pero, ¿no era acaso, en el fondo, un idealista, un soñador que vivía al margen de la realidad? ¿No se le podía considerar, desde otro punto de vista, un hombre con una línea de conducta dura consigo mismo y con los demás, absoluto en sus afirmaciones del tipo: Si tu ojo te escandaliza, arráncalo (Mt 18,9), El que pierda su vida, la encontrará (Mt 10,29), Nadie puede servir a dos señores (Lc 16, 13)?
¿Qué podrían decir al respecto los que le habían conocido? Desde luego que no era un soñador, pues tenía un gran sentido de lo real y de la vida práctica como se manifestaba en sus parábolas: había hablado de pescadores, labradores y viñadores, de mercaderes de perlas, de jornaleros, constructores y hortelanos; del cortejo nupcial, del pobre pordiosero que está a la puerta, de la mujer que está buscando la moneda con una lámpara, del hombre rico que duerme plácidamente después de la cosecha, o de la mujer joven que olvida sus dolores al contemplar a su chiquitín. Jesús conocía muy bien el mundo en el que vivía y se había dirigido a cada uno con ejemplos que les eran familiares.
Y ante las cuestiones enrevesadas que le habían planteado los expertos en la Ley sobre lo que Moisés enseñó y sobre lo que son los hombres, su espíritu era claro, penetrante, independiente y libre, se elevaba por encima de todos los prejuicios erigidos en normas rígidas de vida y devolvía el sentido de lo que es el hombre y la religión a su pureza y sencillez, hacia el sentido moral sano y a la actitud ingenua, sencilla y sin malicia del niño.
Su mirada penetrante hasta la misma sustancia y núcleo de las cosas suponía un don de observación prodigiosamente afinado y una extraordinaria lucidez de espíritu, que se decidía por los ideales más elevados y más lejanos; y, a la vez, se inclinaba espontáneamente hacia las cosas más pequeñas e insignificantes de la vida. ¿Era un idealista? No, evidentemente no lo era.
¿Y por qué era tan rotundo ante las cosas de Dios, en la defensa de la verdad, en el rechazo de la insinceridad, de la deslealtad o la falta de decisión en la entrega para con Dios? Cualquier persona de bien podía entenderlo. Eso es lo que atraía a los humildes y, en cambio, provocaba el rechazo de los soberbios. No el rechazo de los pecadores que se arrepentían, sino el de los pecadores que no querían reconocer delante de Dios sus errores. Por eso, en su calidad de profeta, denunciaba de parte de Dios la doblez de conciencia y el engaño, y realizó como los Profetas antiguos señales llamativas con la finalidad de advertir del castigo para quien no se arrepintiera.
No era verdad lo que afirmaban algunos de que estaba loco, como si Jesús no fuera una persona psíquicamente equilibrada que tuviera la manía de echar broncas. ¿Por qué expulsó a los vendedores del Templo si prestaban un servicio para el culto religioso, y a los compradores si ellos pagaban lo que compraban? ¿Por qué la emprendió con un árbol que no podía dar fruto o envió cientos de cerdos al mar? Sin duda porque precisamente en estos gestos manifestaba su carácter mesiánico: era una manera auténticamente profética de anunciar, por actos y paradojas aparentemente absurdos lo que había de nuevo, de diferente y revolucionario en su mensaje. Con este modo de obrar, el profeta llamaba la atención sobre sí y sobre su misión reformadora.
Jesús enseñaba un nuevo modo de adorar a Dios, en espíritu y en verdad, y que sería destruido el Templo antiguo porque habría uno nuevo. El anatema que lanzó a la higuera que se hallaba camino de Jerusalén era un símbolo de lo que iba a suceder a la ciudad santa y a todo Israel: la catástrofe y la abolición de la antigua alianza por la muerte del Mesías. Quien no viera así esta forma de actuar, jamás entendería a Jesús como el Mesías, que no era sólo Salvador, sino reformador de todo lo que era caduco. Jesús quería ser reconocido como tal y, como en el caso de los antiguos profetas, manifestaba la cólera divina ante el pueblo que se había alejado de Dios (cf. K. ADAM, Jesucristo).
Esto no estaba en contradicción con que fuera a la vez dulce y amable. Pero cuando se trataba de dar testimonio de la verdad o de rechazar el mal era inflexible, no vacilaba ni tenía miedo, conservando, sin embargo, la serenidad. Su ira era siempre la expresión de la suprema libertad moral de quien se sabía defensor de la verdad. ¿Qué afirmaba la gente sobre Jesús? Afirmaba que era un hombre bueno, justo ante Dios y ante los hombres, que sólo hacía el bien y rechazaba el mal.