Iban en un autobús un grupo de peregrinos desde España hacia Lourdes. Habían dejado Bielsa atrás y, después de pasar la frontera, el autobús bajaba por una fuerte pendiente. Una señora iba en el primer asiento, cerca del conductor, y en cada curva hacia la derecha, ella veía el precipicio pues el autobús casi asomaba por fuera de la carretera. Asustada preguntó al conductor:
- ¡Ay, señor conductor! ¿Qué nos sucedería si ahora se echase a perder el freno del pie?
- No tenga miedo, señora, que tengo además un freno hidráulico, contestó él sin parecer inmutarse.
- Si, ¿pero si tampoco le funcionase?
- Pues lo intentaría con el freno de mano.
- Pero, ¿adónde iríamos a parar si el freno de mano también se echase a perder?
El conductor se quedó un poco pensativo y después añadió:
- ¿Adónde iríamos? Pues depende: unos al cielo y otros al infierno.
Al infierno no se va nadie si no quiere; es decir, sólo van allí los que quieren. ¿Pero es que hay alguien que quiera ir a sufrir al infierno? Nadie quiere sufrir, pero es claro que quien prefiere el pecado admite también sus consecuencias, como el que no estudia ni se presenta a los exámenes no tiene que extrañarse de que haya suspendido el curso. «Pero si yo no quiero suspender cuando no estudio, sino pasármelo bien», puede decir el caradura que no va a clase. Pero es que hay una relación entre una cosa y otra, y las cosas son así, nos guste o no nos guste.
Dios no nos obliga a amarle, no quiere esclavos sino hijos que le amen libremente -obedeciéndole- y, con gran dolor de su Corazón, permite que haya gente que se condene eternamente, porque eso es lo que algunos quieren. Jesucristo nos lo explicó con la parábola del hijo pródigo. El hijo se marchó de casa y ya no vivía como hijo. Su padre no le impidió que se fuera, ni tampoco fue a buscarlo, aunque sabía cuánto sufría. ¿Por qué no iba a buscarlo? Porque el chico no quería volver. Cuando quiso, volvió. ¿Por qué Dios no saca a los condenados del infierno? Porque no quieren volver, no están arrepentidos y no quieren estar con Él. Por eso, aunque los ama y conoce sus sufrimientos, deja que vivan como quieren vivir: con sus pecados y con todo lo que el pecado lleva consigo.
Cuando actuamos conforme a la voluntad de Dios (y siempre bajo el influjo de la gracia) hacemos el bien, y por eso nuestras acciones (que son nuestras) son meritorias. Pero si nos saltamos un Mandamiento, hacemos el mal. Y si se trata de materia grave, cometemos un pecado mortal. Quizá uno no desee directamente separarse de Dios, pero al cometerlo ésa es la consecuencia que se produce. «No es fácil considerar la perversión que el pecado supone y comprender todo lo que nos dice la fe. Debemos hacernos cargo, aun en lo humano, de que la magnitud de la ofensa se mide por la condición del ofendido, por su valor personal, por su dignidad social, por sus cualidades. Y el hombre ofende a Dios: la criatura reniega de su Creador» (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 95).
El misterio de la libertad que elige el pecado y el misterio del infierno tienen un fondo común. Porque si el pecado supone que la criatura reniega del Creador, el infierno es la consecuencia de Dios que reniega de su criatura. No la aniquila, pero perdida la dignidad sobrenatural, la maldice. Dios se arrepintió de haber escogido al pueblo de Israel y haberle llenado de favores porque no le obedecieron y cometieron la maldad que Él abomina (cfr Ex 17, 1-7; Nm 20,23; Sal 94). De modo semejante se arrepiente de haber creado una criatura libre que disfrutase de la libertad y de la vida divina, criatura que no es nada, pero que le desobedece y trata de hacerse igual a Dios. Y Dios la maldice: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles» (Mt 25,41). No es una metáfora, sino palabra de Dios.
La existencia del infierno nos ha revelado Jesucristo inequívocamente -de hecho es uno de los temas de los que más habló-, y además ha querido que algunas personas lo vieran. Una de estas personas fue santa Teresa que lo cuenta así:
«Estando un día en oración, me hallé en un punto toda, sin saber cómo, que me parecía estar metida en el infierno. Entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían aparejado, y yo merecido por mis pecados. Ello fue en brevísimo espacio; mas, aunque yo viviese muchos años, me parece imposible olvidárseme (...), sentí un fuego en el alma, que yo no puedo entender cómo poder decir de la manera que es. Los dolores corporales tan insoportables que, con haberlos pasado en esta vida gravísimos, y según dicen los médicos los mayores que se pueden acá pasar (porque fue encogérseme todos los nervios cuando me tullí, sin otros muchos de muchas maneras que he tenido, y algunos, como he dicho, causados del demonio), no es nada en comparación con lo que allí sentí, y ver que habían de ser sin fin y sin jamás cesar.
»Esto no es nada, pues, nada en comparación del agonizar del alma, un apretamiento, un ahogamiento, una aflicción tan sensible y con tan desesperado y afligido descontento, que yo no sé cómo encarecerlo. Porque decir que es un estarse siempre arrancando el alma, es poco; porque aún parece que otro os acaba la vida, mas aquí es alma misma es la que se despedaza. El caso es que yo no sé cómo encarecer aquel fuego interior, y aquel desesperamiento sobre tan gravísimos tormentos y dolores. No veía yo quién me los daba, mas sentíame quemar y desmenuzar a lo que me parece, y digo que aquel fuego y desesperación interior es lo peor (...).
»Fue una de las mayores mercedes que el Señor me ha hecho, porque me ha aprovechado muy mucho, así para perder el miedo a las tribulaciones y contradicciones de esta vida, como para esforzarme a padecerlas y a dar gracias al Señor, que me libró, a lo que ahora me parece, de males tan perpetuos y terribles» (Vida, 32, 1-5).
Hay una gran propensión hoy día en mucha gente a no hablar de la muerte ni del infierno para vivir al margen de Dios y hacer lo que le place. Pero en el fondo de nuestra alma sabemos que tiene que haber premio y castigo eternos. Por eso no debemos ser tan necios que vivamos como si no existieran, como si al cometer un pecado grave no pasara nada. Hemos de esforzarnos en no cometerlo nunca y, si tenemos la desgracia de hacerlo, hemos de tener la valentía de reconocerlo y arrepentirnos.
Conmueve observar en la parábola del hijo pródigo cómo aquel padre buenísimo salía todos los días a esperar a su hijo para ver si volvía. Cada día sale Dios a la espera de nuestro arrepentimiento, porque en esta vida, mientras vivimos -después no- cabe el arrepentimiento.
Recuerda que Dios no desea nuestra condenación eterna, y que depende de nosotros nuestro futuro eterno. Por eso nos dice: «Pero si el impío hiciere penitencia de todos sus pecados que ha cometido, y observare todos mis preceptos, y obrare según derecho y justicia, tendrá vida eterna y no morirá. De todas cuantas maldades haya cometido, Yo no me acordaré más: hallará la vida en la virtud que ha practicado. ¿Acaso quiero Yo la muerte del impío, dice el Señor Dios, y no más bien que se convierta de su mal proceder y viva?» (Ez 18, 21-23).
La vida no es un juego, y lo comprobamos en muchas facetas de nuestra vida: quien se gasta el dinero se queda sin él, quien desprecia a los amigos también se queda sin ellos, quien comete un delito puede ir a la cárcel, quien juega con su vida puede acabar en un Hospital. Algunos creen que a Dios se le puede engañar, como si pudiéramos vivir como nos apetece -sin normas morales- como si la vida fuera un juego y al final Dios nos llevara a todos al cielo. Incluso puede haber quien desconecte de Dios los fines de semana pensando que ya se confesará; y así una semana y otra... Dios no juega con los hombres: la Pasión y Muerte de Cristo en la Cruz no fue un juego, ni tampoco es un juego ir a pedir perdón a Dios.
Tampoco hemos ver este sacramento como si fuera algo semejante a una máquina de refrescos, en la que uno echa un euro y enseguida te da la botella. No podemos dejar de ir a misa el domingo o ceder ante cualquier otra tentación pensando que, como es tan fácil confesarse, le compensa hacer el mal y pasar luego unos breves minutos por el confesonario. Quien piensa así, es muy posible que no tenga arrepentimiento de sus pecados. El sacramento del perdón es una maravilla, es algo muy fácil de cumplir, pero no es un juego para quedarnos tranquilos, para estar en paz con Dios; sino que se trata, sobre todo, de un asunto de amor a Dios. Mira a ver cuál es tu disposición interior cuando vas a confesarte.
Cada uno decide en el presente su futuro. No se puede pecar impunemente, porque el pecado trae consigo un castigo. Y si uno no se arrepiente en esta vida, lo que le espera es el infierno, no lo olvides.