Hay algunas personas que se preguntan si tendrán ellas vocación, y la pregunta está mal hecha, porque todos tenemos una llamada divina.
Lo que sucede es que hay que descubrirla, y luego seguirla. Descubrir lo que Dios propone a cada uno: Dios nos da todo, se nos da Él mismo. Y pide todo, toda la vida. El mensaje que Cristo proponía a los suyos era radical, exigía una dedicación completa. Y esto en todos los estados y condiciones. No sólo a los presbíteros, sino a las amas de casa, a los estudiantes, a los senadores,...
Una nueva manera de vivir. El planteamiento que Dios hace al cristiano es grandioso: le ofrece la santidad.
Pero exige mucho. Ser cristiano supone haber hecho una opción, haber tomado una decisión en la vida de amar a Dios sobre todas las cosas y de servir a los demás.
Meter toda nuestra existencia en esas dos coordenadas. El cristiano vive cada día para amar a Dios y a los demás; todo lo demás que realiza tiene que tener esa connotación del amor y del servicio. Por eso, el final de su vida da como resultado una vida llena, repleta de amor.
La pregunta, por tanto, no es ¿tengo vocación?, sino ¿de qué?
Jesucristo vino a llamar a todos a seguirle, a la santidad, al Cielo. Sería absurdo pensar que entre los bautizados hubiera unos llamados a mayor perfección que otros. Así no pensaban los primeros cristianos. Cuando se convertían, se comprometían a dar la vida por Cristo, a ser cristianos con todas sus fuerzas, incluso estaban dispuestos al martirio. Que hubiera sacerdotes, diáconos y Obispos era otra historia, era porque se necesitaban. Pero todos eran muy importantes.
Algunos de los santos de los primeros tiempos que veneramos en los altares eran sacerdotes o Papas, pero la mayoría eran profesionales o estudiantes. Por poner un ejemplo, Santa Felicidad murió con veintidós años, estaba casada y tenía un crío de meses.
Dios llama a todos a la santidad. "Dios ha pensado en nosotros desde la eternidad y nos ha amado como personas únicas e irrepetibles, llamándonos a cada uno por nuestro nombre, como el Pastor que 'a sus ovejas las llama a cada una por su nombre' (Jn 10, 3)"3 .
Todos estamos llamados a ser santos, a no vivir una existencia meramente humana, sino divina. Y en algún momento de nuestra existencia aparece Cristo que pregunta por nosotros, diciéndonos: ven y sígueme.
Descubrir el sentido vocacional de nuestra existencia, aquello para lo que hemos nacido, es lo más importante de nuestra vida. Simón nació para ser San Pedro, Teresa de Avila para ser carmelita, ser Santa Teresa de Jesús; Ignacio del País Vasco para ser el santo Fundador de los Jesuitas; aquel chico de Barbastro llamado Josemaría Escrivá, para ser el Fundador del Opus Dei. Y todas las personas de todos los tiempos estamos llamados a lo mismo: a ser santos. No a ser fundadores o carmelitas. Pero sí a tener una vida interior no menos intensa que la de ellos.
Lo que hace falta es hacer oración, estar con Jesús, para darse cuenta. Y tener a alguien que nos oriente en esta llamada. Dios pone siempre a nuestro lado alguien que, de parte de Dios, con su palabra o su ejemplo nos llame la atención.
¿Para qué me puso Dios en la existencia? ¿Para qué estoy yo en esta vida? Para algo muy grande que Dios tiene previsto. Es muy importante descubrirlo, y seguirlo... hasta la muerte. Hasta el Cielo. Porque en el Cielo están los santos: esas personas -normales- que le fueron diciendo que sí a Dios.
No, la santidad no es para gente especial, para unos pocos; es para todos. Todos deberíamos llegar al Cielo con una nota de sobresaliente. Si sólo llevamos un aprobado será porque no habremos descubierto nuestra vocación o porque no la habremos vivido bien.
Lo normal en todos los cristianos debería ser la identificación con Cristo, la frecuencia de la Eucaristía y de la Confesión, la devoción a la Virgen, la oración, la mortificación, etc. Es decir, vivir una vida normal, como todos los mortales, pero con un estilo y unas prácticas que los paganos no viven.
Lo que sucede es que, frecuentemente, la vocación cristiana se concreta en una vocación específica; vivir en la Iglesia de un modo determinado, con unas normas y costumbres particulares (Reglas se llaman en algunos sitios). Pero que no suponen algo superior a la llamada bautismal, sino una concreción en el modo de vivirla.
Y uno tiene que ver si Dios le llama a una vocación particular. Decía el Santo Padre: "Me dirijo sobre todo a vosotros, queridísimos chicos y chicas, jóvenes y menos jóvenes, que os halláis en el momento decisivo de vuestra elección. Quisiera encontrarme con cada uno de vosotros personalmente, llamaros por vuestro nombre, hablaros de corazón a corazón de cosas verdaderamente importantes, no sólo para vosotros individualmente, sino para la humanidad entera.
Quisiera preguntaros a cada uno de vosotros: ¿Qué vas a hacer de tu vida? ¿Cuales son tus proyectos? ¿Has pensado en entregar tu existencia totalmente a Cristo? ¿Crees que pueda haber algo más grande que llevar a Jesús a los hombres y los hombres a Jesús?"4 .
Como a Pedro, como a los otros Apóstoles y como a todos los hombres y mujeres que a lo largo de la historia han conocido la llamada, también nosotros nos quedamos confundidos. Porque, ¿qué méritos tengo yo?, ¿por qué se ha fijado Dios en mí?
Sin embargo, más que mirarnos a nosotros mismos, a nuestras posibilidades, a si podremos o no podremos, a qué va a pasar, qué van a decir..., lo que hemos de hacer es mirar a Jesús.
Si de El ha partido la idea, será por algo. El ya nos conoce y sabe nuestras pequeñas posibilidades y nuestros defectos. Si, a pesar de todo, nos llama -y nos ha llamado por el hecho de estar bautizados-, lo que hay que hacer es fiarse de El, intentar realizar lo que El tiene previsto.
Será El quien ponga en nosotros lo que nos falte y conducirá todas las cosas para el bien de los que ama. Tú no puedes, tú no vales; pero el Señor sí puede. Puede sacar de un pescador rudo de Galilea un santo: San Pedro.
"La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía"5 .
La vida tiene otro color con Él. Si San Pedro pudiera contarnos cosas de su vida con Jesús, ¡nos contaría tantas cosas! ¡Que bien se está con Él!, podría decirnos como aquella vez en el Tabor. Y ante el asombro de los milagros obrados por Jesús: apártate de mí que soy un pecador. También puede suceder que el recorrido de nuestra vida se nos haga largo y nos sucedan cosas. Posiblemente las mismas que a Simón Pedro. A él se le hacía duro tener que ir con Jesús a la Cruz y, ante las dificultades, ante las voces agoreras del ambiente, se nos ocurra decir: Señor, ayúdanos que perecemos.
Y al comprobar nuestros errores, nuestras faltas de fidelidad, tendremos que decir, muchas veces, cuando acudamos al sacramento del perdón: Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.
Todo esto es nuestra vida; no pensemos que la vida de los santos era un continuo milagro. Eran personas normales, como nosotros, con una vida muy parecida a la nuestra. Siempre buscando hacer la voluntad de Dios; con tribulaciones y viendo los frutos, con alegrías y con penas. Pero eso sí, siempre con una decisión del corazón radical: Señor, yo daré mi vida por ti.
Y así hasta el último momento de la vida. La muerte, entonces, no es otra cosa que el encuentro con Quien amamos ya aquí. La muerte lo que hará es hacernos santos para siempre. Porque el Cielo es la casa de los santos.