Una sombra de voz, aquellos días
de mi infancia feliz, aún resuena
como agua subterránea y alacena
evocando escondidas alegrías.
De mujer a mujer, entre Marías:
mi madre sollozaba impenitente
mi error de adolescencia impertinente.
Madre, dolor, recuerdo, me decías:
Arriba del tacón y pedestal
tus ojos altaneros como agujas
acuchillan la noche, viejas brujas
que vuelan en miradas de metal.
En negro abandonaste mi portal
de inocencia, y en luna te dibujas
bebiendo del amor sólo burbujas
que congelan tu mueca tan letal.
Si algún día de luz, en que fatal
imaginas me rompo por la pena,
o caes en ceniza, Magdalena,
retorna ave Fénix al panal.
Y me llegó aquel lunes con su carta
de ritmos imposible de jugar;
en azul, a deshora del lugar,
la luna ya era restos de una tarta.
Inmensa vaciedad de novedades
yacía por el suelo sin colores,
perdida en la sima de dolores
huyeron mis amigos y verdades.
Al pie de la arrogancia, sin ninguna
alta expectativa que el fracaso,
yo, ceniza de luz, era un ocaso,
y frío el corazón como la luna.
¿Por qué llorar? ¿Acaso los difuntos
años, sin rastro, sin amor, sin dueño?
Ya no puedo dormir, se ha roto el sueño
de volar mis juguetes todos juntos.
De espaldas al amor, al hontanar,
un escalofrío abrazo, el viento
hizo vibrar blanco remordimiento
¿de mi madre, de Dios, o era el mar?
Sentí lo amargo de mi ser, la sal
al fondo de una lágrima gotita
que en años me trocó estalactita,
como mujer de Lot, frío cristal.
Basta con un segundo, una mirada:
si ser ave o prisionero inerme.
Soy estatua de sal por no volverme,
mas la sal se disuelve en la riada.
Oí mi nombre original, ¡María!
Me volví, recordando el océano.
Me ofrecía el sol sobre su mano
el perdón del amor. Amanecía.
En agua regresé a la luz del día.
Mi noche fugitiva ya se esconde.
¿Sola? ¿luna? Ya no recuerdo dónde,
que nado en el mar de la alegría.